miércoles, 24 de junio de 2015

LAS VITRINAS DE UNA NACIÓN

Si hay un museo grande como el que más, seguramente debe ser el Museo Nacional de China (MNC) en Beijing. Emplazado al interior de un riguroso y elefantiásico edificio cuya fachada está dirigida hacia la emblemática Plaza de Tiananmén, el inmueble comparte vecindad con la igualmente gigantesca Ciudad Prohibida y el Mausoleo de Mao. Como todo símbolo político-cultural que se precie de serlo, el museo se muestra con plena consciencia de su peso simbólico: el de una mega institución encargada de resguardar el patrimonio cultural que dota de identidad y más aún, sentido, a la Historia Nacional China (así, con mayúsculas y negritas). Un fenómeno que en México, no nos resulta del todo ajeno: aquí mismo tenemos nuestra plancha del Zócalo y el Museo Nacional de Antropología, faltaba más.



Tal como lo podríamos imaginar, los orígenes de este museo se encuentran en la Revolución de 1911. Sin embargo, fue hasta la fundación de la República Popular China en 1949 que el espacio respondió a las necesidades del nuevo estado y por primera vez recibió el apelativo de “nacional”. En su décimo aniversario (1959) se completó el primer edificio. Siempre ligado a los gestos políticos de su propio tiempo, el museo fue nuevamente transformado mediante un proyecto de reconstrucción y expansión iniciado en el 2007 y concluido en 2010.



El MNC comparte lugar de honor con otros grandes megalómanos, siendo posiblemente el continente museístico más grande del mundo con 192 mil metros cuadrados construidos. Tan sólo la exposición permanente “China Antigua”, con artefactos que van del 2100 a.C. al 1911 d.C., se extiende por 17 mil metros cuadrados y abarca ¡un solo piso! Supongo que también debe ser uno de los museos más visitados del planeta, en clara proporción con el país donde se encuentra.

Para ingresar, permanecí en fila por más de una hora y escanearon tanto mi pasaporte como mi persona. El manejo de multitudes y la seguridad no son ninguna broma en la República Popular China. También considerando que la entrada es gratuita, resulta prudente dosificar el ingreso de visitantes, lo que a la larga favorece la circulación y la apreciación de las exhibiciones. Una vez dentro, la experiencia con el público chino es semejante a la que tendríamos en un parque al aire libre: la gente se toma siestas en las bancas y organiza picnics para celebrar los cumpleaños de los niños (bueno, casi). Los selfies están a la orden del día y la venta de souvenirs se encuentra a cada segundo paso que se da.  


Podría detenerme en comentar largamente cada una de las exhibiciones permanentes o temporales, y créanme que las había y en abundancia. En 192 mil metros cuadrados hay mucho que ver y todo que admirar. Sin embargo, después de pasar una mañana entera y parte de la tarde deambulando,  quiero compartirles lo que acabó siendo para mí la verdadera joya del recinto, o al menos, lo que más llamó mi atención en cuanto a concepto y contenidos. Permítanme explicarles a qué me refiero y con suerte, compartirán el por qué de mi interés.

Lo que más me impactó al final del día fue la exposición permanente titulada “Regalos de estado: testamento histórico de los intercambios amistosos” -la traducción es mía a partir de la versión en inglés del folleto-.  La muestra en cuestión consistía en 611 obsequios entregados por gobiernos extranjeros a los representantes máximos del Partido Comunista, esto a partir de su actividad diplomática en China durante los últimos sesenta años. En resumen: son los regalos que las representaciones internacionales dieron al gobierno chino con ocasión de alguna visita oficial. El conjunto era un auténtico gabinete de curiosidades. Una cámara de las maravillas. La cueva del tesoro. Todo un wunderkarmmen.




Como en todo buen gabinete de curiosidades, los artefactos abarcaban tanto la naturalia como la artificialia. Objetos de la naturaleza, creados o recreados; construcciones y manufacturas; seres míticos y mágicos; algo de arte y antigüedades; muchas y variadas artesanías; materiales preciados y preciosos. Todo tenía cabida en tanto fuera lo más grande, lo más caro, lo más raro, lo más bizarro, lo más increíble, lo más representativo, lo más sorprendente, lo más intrincado, lo más inútil. Y era en este exceso y autocomplacencia mundana que la exhibición encontraba su absoluta razón de existir.

Una criatura mítica: pocelana entregada a Jian Zenin por el presidente venezolano Hugo Chávez en 2001 

Naturalia: Piedra semipreciosa (?) entregada a Jia Quinglin por el gobierno de Namibia en 2010

Artificialia: Modelo en piedra del Taj Mahal entregado a Zhou Enlai por el gobierno de Agra, India en 1954

Organizada de manera cronológica a partir de los gobernantes en turno, las vitrinas se muestran repletas de objetos que mantienen fascinados a la gran cantidad de visitantes que los contemplan casi hipnotizados. La explicación es mínima, lo verdaderamente importante es qué representación gubernamental entregó y cuándo lo hizo. Aquél que definió al museo como el escenario del mundo no estaba tan equivocado. Aquí vemos la selección más estrafalaria de objetos decorativos del planeta, una especie de Naciones Unidas de los “roperazos” que a la vez que confunden, hartan y admiran.

Cisnes de porcelana entregados a Mao Zedong por el presidente estadounidense Richard Nixon en 1972

Por otro lado, no deja de ser interesante el tipo de regalo que un gobierno extranjero ofrenda a otro como representación material de su propio país de origen. Incluso podríamos decir que cada artefacto pretendería simbolizar al territorio en cuestión, y ¿por qué no?, las aspiraciones del gobierno en turno dentro del llamado “concierto de las naciones”. Por ejemplo: ¿qué regalaría en 1996 el gobierno mexicano de Ernesto Zedillo sino un pequeño guaje en plata .925 manufacturado posiblemente por Odilón Marmolejo?  


Fuera de especulaciones políticas,  “Regalos de estado” y, de manera general, el Museo Nacional de China es una especie cultural que creíamos en peligro de extinción pero que, sin embargo, vive, crece y se multiplica. Magnífico en su continente y exhaustivo en sus contenidos, preserva la idea mítica de la construcción cultural del Estado-Nación (sí, otra vez con mayúsculas y negritas) al interior de sus vitrinas.

A manera de colofón, quiero dar crédito al libro Las vitrinas de la nación. Los museos del Instituto Nacional de Antropología e Historia de Lorenza del Río Cañedo por inspirar el título de esta entrada al blog.  La autora del mismo sostiene que, históricamente hablando, los museos dirigen su acción y fincan su sentido en la exposición elocuente de la historia patria. Para dicho fin, muestran ordenadamente vestigios que conforman el patrimonio cultural, siempre partiendo de un discurso que intenta explicar el pasado y convertirlo en argumento de la unidad nacional (Del Río y Cañedo, 2010, pág. 12).  De esta manera, los museos como instituciones nacionales surgen no sólo para abarcarlo todo –entiéndase todo el patrimonio-, sino para fungir como el todo. Nada fuera del museo, todo dentro de él, la nación inclusive.